La candidata demócrata me parece una mujer de izquierdas con cabeza de
izquierdas y plena vocación de servicio público y reformismo pragmático Hay
dos prejuicios en los que buena parte de la izquierda española incurre
devotamente de tanto en tanto: ni el partido demócrata estadounidense es
izquierda verdadera ni las presidencias demócratas —sea quien sea su titular—
están nunca a la altura de sus expectativas cuando ya han terminado. Ni antes ni
después de gobernar, los demócratas satisfacen los estándares de exigencia de la
izquierda culta, leída, cool y hasta random de España. Puede volver a suceder lo
mismo ante la sacudida que Kamala Harris ha dado a la campaña de las
presidenciales de noviembre, cuando nadie daba un duro por ella hace cuatro
meses (o incluso cuatro años), a la vista de una vicepresidencia muy
desdibujada, con errores quizá sobredimensionados política y mediáticamente y
sin un papel de contrapeso ni de continuidad visible hasta la renuncia de Joe
Biden. Hoy el reproche está empezando a funcionar de nuevo: ni una palabra
programática, ni una medida clara y de izquierdas, ni un mensaje sobre política
económica, monetaria o migratoria o de vivienda a lo largo de cuatro días. La
izquierda cejijunta evalúa muy críticamente la falta de consistencia del
discurso de Kamala Harris: mucha fanfarria, mucha confesión autobiográfica, pero
no hay encarnadura ideológica ni discurso político detrás de su explosiva
coreografía a medio camino de Disney, Hollywood y la histórica HBO. Una pura
desvergüenza. Kamala Harris ha pasado olímpicamente de todos ellos y ha
puesto de vicepresidente a un sujeto medio calvo, con restos visibles de pelo
blanco, expansivo y expresivo, exprofesor de enseñanza media, exentrenador de
chavales y que habla con una claridad y desparpajo que chirrían en las mentes
pensantes de la izquierda. Pero sin duda comparte el eje ideológico de esta
mujer, tal como lo cuenta en sus estupendas memorias, Nuestra verdad: nunca
aceptar las falsas dicotomías sobre las que se asienta el conservadurismo
clásico y moderno, porque siempre hay una solución alternativa. Pero hay que
concebirla, asumirla, encarrilarla y ejecutarla, aunque no satisfaga a todo el
mundo y aunque no consiga extinguir las causas que propician la mortandad
salvaje del fentanilo, ni consiga que todos los jóvenes pobres y con la raza en
la cara cursen estudios medios, ni que por decreto retroceda la emergencia
climática, ni que se extinga la subordinación sistemática de mujeres ni logre
por completo que dejen de poblarse las cárceles de EE UU de negros y latinos con
cargos irrelevantes ni que se arruinen sin remedio las familias por un accidente
médico. Sí, por cierto, también es partidaria de la legalización de la marihuana
(como Tim Walz).
Kamala Harris parece una señora progresista clásica del Partido Demócrata,
pero a mí me parece más bien una señora de izquierdas con cabeza de izquierdas y
plena vocación de servicio público y reformismo pragmático (virtuosamente
pragmático y atado a la realidad material). Hace cuatro años se tradujeron sus
memorias —la edición originaria es de 2019, la española de 2021— pero pasaron,
como ella misma hasta hace cuatro días, sin pena ni gloria. Diría que nadie les
hizo caso, yo tampoco, entre otras cosas porque estábamos hipnotizados por la
magistral autobiografía del icono de la negritud del poder demócrata, Michelle
Obama, y eso es imposible de superar: ni icónica ni literariamente. Leídas ahora
esas memorias de Harris, el efecto es muy poderoso y convincente. Habrá contado
con un ejército de editoras para escribirlas, retocarlas, revisarlas y
enmendarlas, y a todas les da las gracias, una a una, pero el libro relata una
aventura de éxito profesional sin renunciar a las convicciones ideológicas de
una mujer negra, de clase media y con una nítida conciencia social sobre los
deberes del privilegio de clase o de talento frente a quienes sufren todo tipo
de pandemias cuando la mayor pandemia es el acelerón de la desigualdad. Por eso
pide también que paguen los ricos los impuestos que no pagan.
Una parte de su genio personal nace de una expectativa profesional
improbabilísima pero cumplida: conseguir el puesto de fiscal de distrito en San
Francisco, después el cargo de fiscal general de California y por fin ser
senadora —como siempre, con la ayuda de una carambola. Nada de eso era ni
previsible ni siquiera conjeturable para su perfil social y familiar, pero
cuando alcanzó esos cargos se comportó como quien ha recibido un inaudito
regalo, y se fue a hacer preguntas, averiguaciones, desplazamientos,
interrogatorios y consultas para impulsar cambios, muchos cambios y descubrir
cómo usar de forma eficaz ese privilegio, cómo se pueden hacer mejor las cosas
para que los pobres de misericordia y las clases medias más atosigadas por la
crisis de 2008 —engañados y manipulados por los bancos, con los que no se corta
un pelo— no lo sigan siendo para siempre, cómo hacerlo para que a los yonkis y
camellos de poca monta no los enchironen sin más y por defecto, sobre todo si
son negros, cómo hacerlo para que las mujeres no sucumban una y otra vez al
maltrato de raza, de género y de clase por la pinta que tienen.
Llegar a esos cargos fue antes que nada una fiesta familiar, y Kamala Harris
tampoco se corta un pelo en contar lo que tiene su vida de celebración familiar,
con una particularidad maravillosa: la inmensa mayor parte de su enorme familia
es escogida, son amigos y amigas, y esa es la familia más verdadera, incluida la
ristra de tíos y tías que menciona y que no son sanguíneos, sino las amistades
personales que ayudaron a su madre a tirar adelante como investigadora sobre el
cáncer en una institución pública cuando se separó de su marido —él jamaicano y
profesor, ella india y tan valiente como para no volver graduada a su casa en
Delhi y desobedecer el mandato paterno de un matrimonio concertado. La lucha por
los derechos civiles de mujeres, negros, latinos y gays es parte de su cuna
social y casi en cuna la llevaron a las manifestaciones de finales de los
sesenta cuando era una niña, incluida la asistencia a un mitin de Martin Luther
King. Nada es casual (tampoco su pasión por el jazz, me cuenta Max Pradera) en
el perfil de una mujer combativa y convencida de que las instituciones son el
auténtico instrumento de transformación social y solo desde las instituciones,
como una fiscalía, o como una presidencia de los Estados Unidos, algo podrá
cambiarse paso a paso, reforma a reforma, pelea a pelea, como ha hecho siempre
la única izquierda realmente existente. Y de esas, de micropeleas y
microvictorias, hay un montón en su libro, documentadísimo, preciso, detallado y
vivido, pedagógico… y orgulloso, noblemente orgulloso de haber conquistado un
espacio de poder que le permitió dar la vuelta a unas cuantas cosas en el Estado
más poblado de Estados Unidos, y también el más raro de todos: un poco como ella
misma.
Que Alexandria Ocasio-Cortez dispusiese en esta convención demócrata de 10
minutos para hablar no es una mera concesión de género: es una declaración de
principios, y una apuesta ideológica de una mujer negra, emancipada, casada hace
más de diez años con un señor divorciado y que ha adoptado —además de la
multitud de decisiones importantes que ha adoptado— a las dos hijas de él. No,
las niñas no la llaman madrastra porque es feo de cojones ese apelativo. La
llaman Momala, aunque debe ser imposible de saber cómo se pronuncia. Hoy ya
sabemos cómo se pronuncia Kamala, gracias a la convención y a las dos niñas
negras que jugaron a enseñar cómo se pronunciaba el nombre de quien lleva cuatro
años en la vicepresidencia de Estados Unidos. Pudiera muy bien ser que en un par
de meses se enteren de cómo se pronuncia Kamala incluso quienes la aborrecen por
ser negra, mujer, demócrata y de izquierdas. Jordi Gracia 02 SEPT 2024 -
05:31 PET El País.