El rastro de la ofensiva israelí en Cisjordania: La sensación es que vienen buscando sangre
El ejército deja cuatro muertos, señales de bombardeos
aéreos, calles levantadas y puertas reventadas en el campamento de refugiados de
Fara’a, el primer lugar del que se ha retirado en su amplia operación
Los soldados y blindados israelíes se acaban de retirar. Y todos, desde los
vecinos que barren los vidrios reventados de sus comercios o arreglan las lunas
de sus coches hasta los milicianos que ―con el fusil M16 al hombro y una cinta
en la frente con la leyenda “No hay más dios que Alá”― se atreven a salir de
nuevo a las calles entre la mirada de admiración de los más pequeños, coinciden
en una idea: nunca el ejército israelí había entrado aquí tanto tiempo (32
horas) ni de manera tan agresiva desde el 7 de octubre de 2023, cuando se
dispararon las redadas y muertes en Cisjordania en paralelo a la guerra de
Gaza.
El anciano Ahmed lo ilustra así junto a la puerta retorcida de su edificio,
que explotaron los soldados para entrar y esposarlo: el misil contra una
mezquita situada a decenas de metros “sonó más flojo que en los vídeos de Gaza,
pero más cerca”. No es Gaza, sino Fara’a, un campamento de refugiados junto a la
ciudad de Tubas y uno de los tres puntos del norte de Cisjordania en los que el
ejército israelí inició este miércoles una de sus mayores ofensivas en
Cisjordania desde la Segunda Intifada (2000-2005), que suma ya 18 muertos.
Fara’a ha sido la pieza de caza menor: una operación relativamente breve y
localizada, en comparación con Yenín y Tulkarem, donde se prevé que las tropas
permanezcan varios días, apoyadas por drones y blindados.
Yenín es, de hecho, la ciudad con hospital en la que Hazim Na’ya pensó llevar
a su hermano, al encontrarlo herido. Tres disparos de dron habían alcanzado la
primera planta de su edificio y la azotea. Como es habitual en Oriente Próximo,
la familia vive en el mismo inmueble y Hazim habita la tercera planta. Tras el
bombardeo, se encontró con los escombros cortándole el paso y “en medio del
polvo y a oscuras” (el ejército cortó la electricidad nada más iniciar la
redada) tratando de llegar a su hermano orientándose por sus gritos de:
“¡Socorro, estoy herido!”.
“Cuando lo vi, estaba herido en el pecho, pero todo lo que decía era: ‘¡Los
niños, los niños! ¡Estaban arriba!’ Subimos a la azotea y entendimos que había
sido un impacto directo, porque Murad [de 14 años] estaba sin cabeza. Luego
tuvimos que recoger las partes. Mohamed [su hermano dos años mayor] también
estaba muerto. No podía hacer nada allí ya, así que me centré en llevar a mi
hermano al hospital. Pensé en Yenín, pero estaba rodeada. Aquí solo hay una
ambulancia y no podía llegar porque los soldados abrían fuego cuando se
acercaba. Estuvimos dos horas y media esperando a que llegase. Mi hermana es
enfermera y le pudo atender un poco”, recuerda.
En vista de la situación, Na´ya se echó a su hermano a la espalda y lo llevó
a pie hasta la ambulancia, que tardó una hora y media en llegar a Nablus “por
una carretera secundaria llena de rocas”. Enseña en el móvil un vídeo cargando a
su hermano en medio de la oscuridad y otro de cómo sangraba por la cabeza, pero
no los quiere difundir. “Nadie tiene por qué ver lo que yo vi”, tercia. Además
de sus dos sobrinos, un tercero ha quedado con heridas tan graves que “depende
de la piedad de Dios”, añade confiando en no tener que añadir palabras para que
se entienda su situación.
Lo cuenta frente a un salón municipal que normalmente alberga bodas u otros
eventos en los que el campamento festeja unido la felicidad. Hoy, acuden con
otro rostro más de cien hombres a dar el pésame a los familiares. Como su
hermano está tan débil, Hazim recibe a los vecinos que le dan la mano con la
fórmula habitual: “Que Dios se apiade de ellos”. Paradójicamente, cuenta, las
tropas emplearon el lugar el miércoles para hacer interrogatorios.
Son cuatro adolescentes, “mártires del terrorismo sionista”, como reza la
pancarta en árabe que unos amigos colocan a la entrada del hall. No lleva el
logotipo de ninguna facción armada, sino de la Organización para la Liberación
de Palestina, a la que no pertenece la Yihad Islámica, el principal objetivo de
la ofensiva israelí. Para sus familiares, solo eran chicos que jugaban; para
Israel, terroristas. Sea como sea, los menores de los campamentos de refugiados
palestinos toman las armas a edades en las que la mayoría solo combate en los
videojuegos. Y, en medio de las calles levantadas por los bulldozers y señales
de disparos en un hospital de la agencia de Naciones Unidas para los refugiados,
no parece que vaya a cambiar.
Frente a la fachada ennegrecida de la mezquita bombardeada, emergen de
repente dos milicianos con sus rifles. “Desde que comenzó la guerra en Gaza, la
sensación es que no entran a por alguien, sino que vienen buscando sangre”,
asegura uno de ellos. “Este ha sido el ataque más agresivo. Todo lo que estaba
prohibido usar ahora está permitido. Pero no se dan cuenta de que, cuanto más
agresivos sean, más se motiva la gente aquí para unirse a la resistencia”, dice
otro mientras toquetea el cargador. A su lado, un mural con dibujos recuerda a
los “mártires” de anteriores redadas israelíes con un grafiti para subrayar que
su memoria traspasa generaciones.
Hassan se toma con filosofía haber pasado ocho horas esposado junto con sus
dos sobrinos porque, cuenta, al tener 63 años, le esposaron con las manos por
delante (no por detrás, como a sus parientes), sin apretar casi (por eso se las
pudo quitar el primero cuando se marcharon los soldados sin quitárselas) y le
permitieron ir al baño. Los sobrinos se llevaron la peor parte: “Lo primero que
hicieron los soldados al entrar es separar hombres de mujeres y niños, y coger
todos los móviles. Le pidieron a mi sobrino el PIN y dijo que no lo sabía, que
era el de su mujer. Me hicieron llamar a su padre y le dijeron: ‘Sería una pena
que no nos lo dieses y que peguemos a los chicos hasta que nos lo acabes dando
igual. El resultado será el mismo”.
Lo obtuvieron, obviamente, y cuenta que encontraron una foto en el móvil de
uno de los sobrinos posando con un arma larga junto a milicianos. “Ahí se le
pegaron bastante”, añade, aunque no se lo llevaron arrestado. Lo que más le
preocupa ahora es que explotaron la puerta de entrada de su edificio y él gana
apenas entre 30 y 100 shekels al día (entre ocho y 25 euros) de vender los
pepinos que recoge.
Los milicianos se marchan a los pocos minutos: un helicóptero militar aparece
en el cielo y circula el rumor de que el ejército acumula tropas junto a un
retén cercano, lo que podría indicar un regreso inminente al campamento que no
sucede. El retén es donde una cola interminable de vehículos espera el registro
displicente de dos soldados israelíes que, al igual que los milicianos en
Fara’a, acaban de salir de la adolescencia. Una barrera corta la ruta más rápida
al campamento y los militares dan la orden de no girar hacia una extensión de la
carretera 60, inaugurada el año pasado por presión de los líderes colonos, por
lo peligroso de atravesar la localidad palestina de Huwara. Hoy luce vacía
porque los colonos de la zona (particularmente radicales) siguen cruzando por
medio de Huwara para ―como suelen decir― “mostrar presencia judía”.